lunes, 10 de enero de 2011

CAPITULO 1

EL ENCUENTRO

Llegaba tarde una vez más... no había manera de coger el truco al transporte público, un día se iban a cansar de esperar y me tocaría volverme solo a casa, como que me llamo Jesús.
Tenía prisa y en el andén del Metro los diez minutos de espera se hacían eternos, el tiempo a varios metros bajo el suelo de Madrid funcionaba de otra manera, no avanzaba y desesperaba al más paciente.
El sudor y los nervios, se hacían con el poder de mi cuerpo y mi mente luchaba contra la taquicardia que estaba a punto de llamar a mi puerta... y por fin, aparecía la hilera de vagones, como si no hubiera estado esperando más de diez minutos, con esa cara del maquinista, medio dormido, aburrido y con ganas de acabar de una vez el turno.
El aire acondicionado no debía entrar en el presupuesto del Metro y el desodorante de más de cuatro, tampoco, convirtiendo el ambiente del vagón en un delirio de claustrofobia irrespirable.
Cada parada tardaba más que la anterior, los cinco listos de turno que se subieron hacía dos estaciones, empezaban a taladrarme el oído con las mismas tonterías de siempre, el “pachulí” de la maruja de enfrente ya era nocivo y gravemente perjudicial para mi salud y el pobre diablo tocando la guitarra a mi espalda se convertía en un bombardeo de notas imposibles.
Me pareció mentira, cuando vi  la palabra “Gran Vía” a través de las ventanas del vagón, después de una taquicardia, un dolor de cabeza, la perdida del oído y el olfato y varias conversaciones insulsas y sin sentido, conseguía salir al andén convertido en un ataque de nervios sudoroso y colérico.

……

La noche pintaba bien para Jesús, cuando se arreglaba en casa.
Quedaba con su amigo Miguel, plan más o menos tranquilo, cine, cena, una vueltecita por las fiestas del orgullo y nada de trasnochar. Ese día no se molestó mucho en arreglarse demasiado, ya que no entraba en sus planes el conocer gente y quedarse toda la noche de marcha.
Jesús tenía 28 años. Era simpático y lleno de vida. A veces acomplejado, a veces un tío echado para adelante. Su meta, aparte de tener un buen trabajo bien remunerado, era el amor. Eso era lo más importante para él y sus planes de futuro al lado de alguien se repetían en su memoria.
Era una persona impaciente e insegura, pero leal y buen amigo. Le gustaba estar rodeado de gente, pero a veces, la soledad le venía muy bien para pensar y ordenar su mente.
Era de complexión delgada y medía 1,70. Su pelo negro, siempre de punta, contrastaba con el azul claro de sus ojos. Siempre vestía con ropa cómoda, pero nunca salía sin sus típicas pulseras de acero y sus innumerables relojes.

Miguel esperaba paciente en la boca del Metro, y sin decirle nada del retraso comenzaron a andar buscando algún cine con películas “decentes”.
Tras el fracaso de la búsqueda, finalmente se metieron a ver una de animación, divertida donde las haya, pero nada para tirar cohetes. Entre palomitas, refrescos y oscuridad, Jesús pensaba en el fondo del plan... y le parecía tirar por la borda la noche del viernes, metido en una sala con cuatro niños y dos jubiladas viendo como un grupo de animalitos del bosque peleaba con los humanos para salvar su territorio... para ahorrarse los comentarios...

En la calle, una vez terminada la película, la cena les llamaba, pero la economía también lo hacía por la otra línea... así que decidieron ir a lo barato y colmar los estómagos en un restaurante turco, que por lo menos, llenaba bastante...
Una llamada al móvil interrumpió la cena, era Piotre, preguntando dónde estaban. Piotre era un chico polaco, afincado en Madrid desde hacía más de siete años, serio, introvertido, antisocial...un caso...
No era un chico muy guapo, pero llamaba la atención por su altura y su cuerpo musculazo.
Al colgar dejaban de ser dos en breve, para convertirse en un regimiento, todos amigos y conocidos de Piotre, más bien conocidos, porque este chico nunca supo cuidar una amistad.
Las calles comenzaban a estar repletas, caras de alegría y fiesta, maquillajes, pelucas, banderas y plumas, música, alcohol, tacones y lycra. Las plazas del barrio colgaban el cartel de “no cabe aquí ni un alma más” y avanzar dos metros en ese estado era un verdadero triunfo.
El barrio de Chueca se vestía de gala para recibir el orgullo de ese año. Desde la plaza de Vázquez de Mella, cerca de Gran Vía, hasta la plaza del Rey, pegando a la calle Barquillo.

Entre la marea de caras y “minis”, se divisaba a Piotre, junto a un grupo numeroso de personas todos muy felices de la vida y con alguna copita de más que parecían amigos de varios años, cuando en realidad acababan de conocerse la mayoría.
Jesús le notaba seco, borde e incluso bastante prepotente, parecía que no estaba cómodo o que algo le había fallado esa noche. No estaban por la labor de aguantar ese careto por más tiempo, así que Jesús intentó convencer a Miguel para que le dieran esquinazo a Piotre y dar una vuelta por su cuenta.
Y así fue, con la excusa más mala del siglo, salieron de la plaza para callejear por el barrio, más que nada para ver el ambiente e intentar animarse un poco.

Tras el quinto bostezo, en la cabeza de Jesús la cama y el sueño se fusionaban en un baile lento y pesado que atormentaba sus ideas y que le hacía doblar las rodillas. El aburrimiento, vino de la mano del sueño y junto a ellos, un enfado monumental, al ver como pasaba el viernes haciendo... nada...

Tenía claro que Jesús se iba a casa, Miguel estaba de acuerdo, así que bajaron la calle de la Reina atravesando la plaza de Vázquez de Mella, en la que les esperaba Piotre, y justo en aquel instante, Jesús giró la cabeza para echar un último vistazo al ambiente, cuando entre la multitud apareció el rostro de la persona que más le apetecía encontrarse en una noche aburrida, el rostro de la diversión y sin saberlo, se convertiría para Jesús en el rostro del hallazgo más importante de su vida. Ese chico era su amigo Raúl.
Raúl era la broma personificada, era imposible estar serio con él, ni para contarle una tragedia. A sus 32 años, su principal arma de seducción era su sentido del humor, algo que no era comprendido por todos, aunque se daba cuenta perfectamente cuando no le estaban siguiendo. Era leal y compañero, generoso y confidente. Su constitución no le ayudaba mucho para ligar, ya que le sobraban unos kilos, pero Jesús estaba seguro que con su labia, más de uno caería a sus pies. Las manos de Raúl siempre “iban al pan”, pero nadie sabía porque, a él, si se le permitía.

Cuando Jesús veía a este chico le daba alegría y le producía buen rollo, el sueño se le iba y la cama se alejaba de su cabeza para volver a su habitación. Miguel quería irse, Jesús lo leía en sus ojos llorosos, pero la emoción de ver a Raúl, hacía ser un poco egoísta a Jesús.
Después de saludarse, se dieron cuenta que no estaban solos, que había un grupito a su alrededor, de chavales que parecían de su edad y que les daban buena sensación.
Raúl no dudó en presentarles a sus amigos, y con algo de nervios, comenzó la rueda de besos, “encantados” y “mucho gusto”. En ese momento, una sensación invadió el cuerpo Jesús, algo le paró en seco y le hizo mirar al frente. Tenía el pulso acelerado y la boca seca, estaba en ese momento saludando a Juan...”hola soy Juan, encantado...”. No pudo evitar quedarse mirándole fijamente, no sabía el por qué de aquella reacción y lo que más nervioso le ponía era que su mirada no quiso apartarse de la de Jesús. Miguel parecía estar ido, como en otra dimensión, ausente de aquella presentación. Sin duda, cada vez sentía más ganas de irse.
Juan destacaba por los rasgos de su cara. La forma de su mandíbula y sus labios carnosos eran dignos de mención.
Aquella noche vestía con un pantalón vaquero azul y una camiseta negra con rayas blancas, que le destacaba su cuidada silueta.
Algo decía a Jesús que tenía que quedarse, aquellos ojos castaños, encendidos, llenos de brillo y profundidad, le estaban llamando.

La conversación con el grupo de amigos de Raúl cada vez era más fluida, la risa y las bromas tomaban protagonismo. Sobre todo alguien quería destacar, una persona que desde el principio quiso llamar la atención e imponer su simpatía a la del resto de la gente. A personas como Víctor, se las veía de lejos, menos mal, porque si caes en el juego que él proponía, puede que la herida tardara en cicatrizar.
Víctor era un chico de 30 años, aparentemente tímido y retraído, pero como todo en su vida, era apariencia por naturaleza. Estaba obsesionado por gustar, iba pidiendo sexo y deseo por las esquinas, no solía parar hasta que no dejaras sus sábanas arrugadas. Físicamente no destacaba demasiado. Era rubio y delgado, pero su mirada que había practicado durante años secuestraba la de los demás. Era capaz de convertirse en lo que más odiaba de este mundo con tal de conseguir el premio final, para luego cansarse del juguete nuevo en menos de lo que dura el papel en el agua.

Aquel grupo lo completaba Daniel, tenía 28 años, simpático, guapo, dicharachero, muy diplomático, pero sobre todo, raro... La gente pensaba que era raro en el buen sentido de la palabra, diferente, especial, peculiar... Este chico siempre vivía en el interior de sus complejos, unos complejos que nunca contaría, aunque se vieran de lejos. Siempre de gris, impecable, con los brazos cruzados y mirando a izquierda y derecha, pendiente de cualquier persona que le pudiera mirar.

Las horas pasaban y la madrugada estaba esperando detrás de los edificios de Gran Vía. Juan era el que más se arrimaba a Jesús, por suerte, ya que la sensación que tenía este cuando Juan estaba a su lado era diferente a lo que había sentido jamás. Le asustaba tanto que fuera mutua aquella reacción, que le hacía apartarse de Juan, cuando en el fondo se moría por rozar un solo poro de su piel.
El espectáculo de la calle parecía no tener fin, Dracks Queen rebosantes de plumas se alzaban por encima de sus cabezas metiéndose con todo el mundo por Augusto Figueroa, música de los años 80 se alternaba con el “house” más moderno y la gente con el sueño robado, bailaba y bebía como si fuera su última noche con vida por los alrededores de la calle Libertad.

Detrás del grupo, Miguel seguía ausente mirando a nada, desafiando a la diversión. Preguntaban a Jesús si le pasaba algo, y sin respuesta, lo único que hacía era hacerle gestos de complicidad a Miguel para ver si le sacaba alguna sonrisa.
Siempre tenía la mirada perdida. No acertaba nunca ni con la ropa que se ponía, ya que siempre le quedaba todo grande. Miguel a veces se sentía un patito feo, pese a su 1,80 de altura y a sus intensos ojos negros.
Estaba claro que su marcha era inminente, así que Jesús se arrimó a él e intentó entre la música preguntarle el motivo de esa actitud. Él quería una noche tranquila, cena, cine y a dormir pronto, pero sobre todo le indignaba que Jesús participara del grupo de Raúl de una manera tan activa, cuando hacía unas horas, se quería ir pronto a casa.
Era evidente el interés de Jesús por quedarse, unos ojos le llamaban, le buscaban, le encontraban, una mirada se introducía en su interior acelerando su corazón consiguiendo bloquear sus sentidos.

La fiesta en la calle parecía despedirse, las aceras de nuevo podían respirar y comenzaba a verse la cantidad de basura que tanta gente había dejado en el suelo. El Sitio, Polana, Queen, etc quedaban disponibles para todos, así que era el momento de entrar a una discoteca para intentar alargar la noche, y así robarle unas horas más.
Respirar ahí dentro era una verdadera prueba difícil de superar, el sudor y el delirio reinaban en la sala, las copas iban y venían y sobre todo, la gente, participaba de todo eso compitiendo por ser el grupo más alegre y social.
Dentro de tanta locura, Víctor se empeñaba en ser el centro del huracán de cuerpos moviéndose que se había formado en la sala. Era el centro de nadie, era la viva imagen de lo absurdo, de lo insignificante. Raúl lo miraba con lástima sabiendo que no era plato de buen gusto para nadie, aunque en el fondo no le extrañaba en absoluto.

Las seis y media de la mañana empujaba la manecilla del reloj de Jesús poniendo fin a la noche. La marea salía en dirección a Cibeles buscando desesperadamente un taxi y el grupo intentaba juntar fuerzas para poder dejar un hueco a un posible desayuno en a saber donde.
Los cajeros automáticos se convirtieron en los más buscados compitiendo con las cafeterías de los alrededores de Gran Vía, que estaban prácticamente todas cerradas. El grupo se dividía, para muchos no cabía un segundo más de noche en su interior.
Miguel ni siquiera entró a la discoteca, hacía ya unas horas que se había marchado. Víctor, en un último intento de protagonismo, muerto de sueño y sin ninguna gana, insistía en buscar un buen sitio para dejar fluir un café con leche por su cuerpo. Daniel quería que alguien se fuera con él, convenciendo a Juan, para el disgusto y desazón de Jesús, dejando el grupo demasiado reducido para un desayuno colectivo.
Raúl entre bostezos insinuó que la noche también había acabado para él, y de ese modo bajaron hacia Banco de España, cerrando las calles tras el sonido de sus pasos.

La despedida de Juan fue triste, pero esperanzadora, llena de preguntas y con la mirada plagada de conversaciones aún inexistentes, pero deseadas. Entre abrazos, le dio su número de teléfono a Jesús, y al oído le susurró que sentía que aquella noche, solamente había sido el comienzo de una historia para la que no se escribiría jamás el final.

1 comentario:

  1. Me alegro que te animes a publicar tu obra y te deseo muchos seguidores, desde mi blog te seguire, espero que tu tambien el mio.
    Un saludo.

    Alfonso Z.

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