domingo, 30 de enero de 2011

CAPITULO 6

HAS SIDO TÚ

Jesús notaba la humedad en su hombro, provocada por las lágrimas de Milagros. No existía explicación alguna, ni consuelo, ni alivio. No había ni una sola respuesta.
El padre de Juan estaba en camino. Julio trabajaba como comercial de telefonía móvil, teniéndose que desplazar cada cierto tiempo a otras ciudades. No le quisieron avisar por el tema de las piedras, ya que prefirieron no asustarle, pero esta vez, la gravedad de la situación cambió esa decisión.
La herida que tenían todos en el corazón no tenía pinta de cerrarse pronto, amenazando con segur abierta de manera indefinida.
Los chicos estaban abatidos en el salón de la madre de Juan. Esa mañana de domingo se convirtió en el peor día de sus vidas, sin ni siquiera sospechar lo que pasaría más adelante.
Raúl, parecía estar recopilando toda la información en su cabeza, en silencio, convirtiendo su mirada en una dimensión vacía e intrigante. Sin duda, la inteligencia de Raúl era la que más cerca estaba de poder enlazar unos hechos con otros.
Noel le conocía muy bien, sabía que tras ese rostro con gafitas y barba, se escondía una astucia fantástica y una intuición infalible. Aunque en realidad, todos lo pensaban de Raúl.

El teléfono fijo de la casa de Juan sonó de repente, consiguiendo que todos se levantaran de sus respectivos asientos.
Milagros con ímpetu tembloroso, contesto, encontrándose al otro lado, una voz grave, con tono serio. Era el sargento Lerma.
La cara de Milagros se iba transformando poco a poco, mientras buscaba una silla para sentarse. Parecía que lo que le estaba contando Lerma, era más a menos tranquilizador. La mujer asentía levemente con la cabeza dejando al grupo con un gesto expectante y esperanzador.
De pronto el gesto de aquella mujer cambió por completo y se llevó la mano a la boca, dejando escapar un suave sonido a modo de sorpresa. Miró fijamente a los ojos de Jesús mientras una lágrima se dejó caer por su cara.
Apartó el auricular de la oreja, apoyándolo sobre sus rodillas y dijo:

“Han conseguido encender el teléfono de Juan y han localizado la llamada. Fue desde un móvil de la compañía MoviStar y la llamada se realizó desde el barrio de Chueca. El móvil era de recarga y fue comprado este pasado viernes en una tienda de Ventas. El cliente es totalmente anónimo, pero si vuelve a llamar desde ese terminal, o manda algún mensaje, estarán alerta para localizar la llamada lo más rápido posible.”

A Jesús le sorprendió la rapidez y la eficacia de la gente de aquella comisaría, en especial del sargento Lerma, el cual no vio demasiado interesado en el tema cuando fueron a contarle lo sucedido.
No consideraba aquella noticia como algo bueno, pero si como algo esperanzador para al menos, localizar a la persona que se había llevado a Juan.
Tocaba a partir de ese momento esperar a recibir nuevas noticias de la policía, con alguna localización del indeseable que tenía al novio de Jesús.
La tarde del domingo se hizo eterna, el llanto lejano de la madre de Juan se escuchaba por toda la casa y la indignación que tenían todos era palpable en el ambiente.
Entre tanta tristeza, a Daniel se le ocurrió la idea de ir a su casa de Ventas, para recoger las pruebas que anteriormente, Raúl había conseguido y las notas amenazadoras. Les pareció en ese momento una buena idea, ya que de algo le podría servir a la policía.
A toda velocidad, Daniel se marchó de Fuenlabrada en busca de ayuda para su amigo desaparecido, aunque solo fuera información bajada de Internet.
El vagón del Metro parecía que apenas se movía, una estación de otra parecía estar separada por decenas de kilómetros. Estaba claro que el tiempo en la cabeza de Daniel parecía ir más lento según iban avanzando las paradas.
Los domingos, el Metro funciona peor, hay menos trenes y pasan cada más frecuencia, provocando en Dani un malestar y un ataque de nervios fuera de lo normal.

Eran las 15:30 de la tarde del domingo cuando Daniel salió por la boca de Ventas, cansado de tanto trasbordo y tanto dominguero del transporte público. Caminó rápido hacía su casa, pensando en el sitio donde se escondían las notas. Cruzaba casi sin mirar por el barrio, provocando sonoras pitadas de los impacientes conductores.
En una de las calles le paró una compañera del hospital donde él trabajaba. Enseguida notó la impaciencia de Daniel y la cara de desesperación, pero aún así le entretuvo un rato contándole novedades del sindicato de enfermeros y de cotilleos varios de compañeros.
Dani no estaba por la labor de aguantarla ni un minuto más, así que con mucha educación pero con gesto serio, cortó la charla de su compañera y continuó la marcha hacía su casa maldiciendo aquel encuentro inoportuno y desafortunado.
La distancia del Metro a su casa no era tanta, pero toda la ciudad parecía haberse puesto de acuerdo para ir más y más lento a su paso, alargando las aceras y frenándole el paso.
A falta de 2 calles para llegar a su casa, su teléfono móvil sonó:

“Vaya vaya Daniel... ¿Cómo tú por aquí? ¿Te has perdido...? Si quieres te puedo ayudar. No tienes más que avanzar hacia tu casa, quizás vuestro desaparecido esté dentro.”

Daniel no podía cerrar la boca en ese momento de la impresión, su reacción fue mirar la pantalla de su teléfono, que parecía seguir guardando esa llamada. No pronunció una palabra, entre otras cosas porque no fue capaz de segregar una gota de saliva. Sin pensárselo dos veces, empezó a correr hacía su casa compartida con el corazón a punto de salirse de su pecho. La idea de tener a Juan en su casa le producía por una parte esperanza, pero por otro un horror espantoso e inexplicable.
Torció la esquina y avanzó hacia su casa, pero su carrera se frenó cuando dos agentes de la Policía Nacional, le pararon en seco frente al portal.

“¿Es usted Daniel Castro Rubio? Facilíteme su carné de identidad, por favor.”
Daniel no acababa de recuperarse de la llamada, cuando el segundo imprevisto del día se ponía delante de él.
Como le pidieron, sacó el DNI de su cartera y mirando fijamente a los ojos de uno de los policías lo entregó.
Una vez hecho alguna anotación, Daniel quiso preguntar el por qué de aquello, cuando a su espalda un ruido le hizo girarse contemplando una imagen que le dejó completamente helado.
Juan bajaba en una camilla inconsciente con 2 personas del SAMUR cargándole. Iba tapado hasta el cuello, tenía media cara amoratada, en la frente tenía una cicatriz y un corte en la ceja.
Intentó por todos los medios aproximarse a la camilla, pero los policías le agarraron del brazo con fuerza, bloqueando cualquier intento de aproximarse a Juan.
No sabía qué estaba pasando, intentó soltarse, pero los agentes aplicaron aún más fuerza hasta hacer desistir a Daniel en el intento de acercarse a la camilla donde estaba su amigo.

“No intentes disimular, ni te hagas el sorprendido Daniel. Sabemos muy bien lo que has hecho con este chaval. Alguien nos ha alertado de que en este piso había una persona que había desaparecido en la madrugada. Lo más sorprendente es que hayas tenido la cara dura de declarar en una comisaría como si no supieras nada. Móntate en el coche, ya hablaremos largo y tendido cuando lleguemos.”

Todo lo que estaba pasando era subreal, a Daniel no le salían las palabras. Él no había hecho nada, sería incapaz de dañar a una hormiga. Es más, cuando ocurrió todo, él estaba junto a los demás bailando en el Púb.
Con estos argumentos intentó convencer a aquellos rudos y bastos policías que le miraban en aquel cuarto tan pequeño.
Una luz cegadora colgaba del techo produciendo sombras realmente tétricas. Estaba sentado frente a una vieja y sucia mesa redonda, como si estuviera en la peor de las cárceles orientales. Delante de él, los dos policías, le miraban con rabia y furia.
Le pusieron delante unos documentos y a escasos centímetros de Daniel, uno de los policías le dijo en tono irónico lo mal que le había salido el jueguecito y que había dejado demasiadas pistas torpes e imprudentes.
Daniel cada vez entendía menos aquella situación. Se agachó para leer las hojas que le había acercado el policía y una sensación de agobio le dejo la sangre congelada.
La llamada realizada a Juan la pasada madrugada había salido de un móvil de prepago de MoviStar adquirido el pasado viernes. Pero lo más sorprendente era que el cliente que compró el pack, era él mismo. Lo ponía muy claro: “DANIEL CASTRO RUBIO”. Había pagado con tarjeta.



Lo primero que hizo fue mirar si tenía todas sus tarjetas en la cartera, pero al momento se dio cuenta que faltaba una. La que habían usado para comprar el terminal. El número de tarjeta que aparecía en aquel impreso le situaba en la tienda y le acusaba directamente de ser el dueño del número que llamó a Juan.
El nudo en la garganta era cada vez mayor. No sabía cómo había pasado algo así, quién le había quitado la tarjeta y sobre todo, le preocupaba profundamente la opinión de todos los demás.
El policía en ese momento le quitó aquellos folios de delante, diciéndole que ya había leído suficiente. Y el ultimátum fue breve pero conciso, más vale que diera ya una explicación a todo aquello o se podía preparar para dormir con algún que otro raterillo de tres al cuarto en el calabozo.

Jesús estaba preocupado por la tardanza de Daniel. El teléfono de su casa daba tono pero no respondía nadie y el móvil apagado o fuera de cobertura. La madre de Juan intentaba por todos los medios poner calma en la situación. Parecía mentira que la persona más perjudicada en el asunto, fuera la más cuerda y tranquila en ese momento.
Aunque la tranquilidad saltó por la ventana cuando sonó el teléfono de Milagros. Juan estaba en el hospital.

Los ascensores de La Paz estaban en revisión, provocando ira y resignación en todos ellos. Llegaron a la habitación lo más rápido que pudieron, aunque los únicos que entraron fueron Milagros y Jesús.
Con una pequeña venda en la cabeza y la cara con varios cortes y moratones, la imagen de Juan se presentaba ante sus ojos. Una enfermera le estaba sacando sangre cuando entraron, y les miró con ojos de tristeza y salió en cuanto pudo de la habitación.
Dos interminables lágrimas resbalaron por la cara de Jesús, que competían con las de su madre, abatida al pié de la cama de Juan.
Qué le habían hecho. Era algo que no entendía Jesús. Al menos estaba relativamente bien, delante de ellos en un hospital, pero dormido y lleno de contusiones.
El gesto de Juan era tranquilo, parecía que dormía plácidamente, sin ningún miedo aparente. Para Jesús su rostro, por muy magullado que estuviera, era maravilloso y lleno de expresión. En ese momento, el amor que sentía por él le dio fuerzas para aguantar la situación y ser fuerte.
Un médico entró para darles alguna explicación, pero la curiosidad se convirtió en sorpresa cuando les dijeron donde había aparecido y quién era el principal sospechoso de todo aquello.

CAPITULO 5

JUAN


El mes de Julio de aquel año estaba resultando realmente catastrófico y subreal. Habían perdido toda esperanza de encontrar respuestas a lo sucedido.

Aunque para casi todos, las discotecas últimamente no eran una opción para divertirse, decidieron juntarse un sábado por la noche.
Metidos en el garito, los cubatas iban y venían por toda la sala y la música apagaba el más oscuro pensamiento.
Realmente pensaban que fue un acierto salir de marcha esa noche, porque lograron olvidarse de todo lo que había pasado.
Raúl volvía a recuperar la gracia junto a Noel, e Iñigo volvía a convertirse en el blanco de todas sus burlas.
Daniel, algo bebido, parecía que quería bailar, dando torpes pasos por toda la pista, en un intento de sincronización imposible en él.
Juan y Jesús aprovechaban cada segundo de intimidad para besarse y regalarse miradas cómplices llenas de sentimiento.
Miguel, que había estado al margen de todos los hechos, no se atrevía a preguntar por el tema, al ver que todo el mundo se divertía sin ningún aparente miedo.
Los siete que estaban aquella noche, sentían por primera vez libertad y tranquilidad desde que la primera piedra entrara por la ventana de Jesús.

Era ya la tercera discoteca que pisaban en esa noche, la calle Barbieri y San Bartolomé se convirtieron en el centro neurálgico de la diversión. Le habían conseguido dar esquinazo al cansancio. Nadie miraba su reloj, las prisas se fueron a dormir solas y la música que sonaba cada vez era más buena.
En el mejor momento, Juan notó como su teléfono vibraba en el pantalón, le estaban llamando.
Habló con el chico de la puerta de la discoteca para dejarle salir un momento para hablar. Estaba extrañando, no conocía el número, pero aún así contestó. Al principio le pareció que se había cortado, pero una voz se dejó escuchar entrecortada.
Juan abrió los ojos como platos y miró al chico de seguridad del local, también se giró hacía atrás, como mucho miedo. Alguien le acababa de decir que estaba justo a su lado.

Enseguida de dio cuenta que era la continuación de las amenazas y que esta vez, él era el primero en recibirlas.

Juan le preguntó al portero si alguien estaba rondando por la calle de una manera sospechosa. Este le respondió que por allí cada fin de semana pasaban cientos de personas, algunas de ella muy raras.
El hombre tenía razón, el ambiente era a veces demasiado raro como para fijarse en alguien sospechoso o diferente.
De nuevo se arrimó el móvil a la oreja y comprobó que la comunicación no se había cortado. Tragó saliva y frunciendo el ceño, gritó a su interlocutor que ni él ni nadie le harían pasar más miedo.
Escuchó una carcajada distorsionada como respuesta, dejándolo perplejo y desconcertado.
“Te estoy viendo Juan... que mono... fíjate, si estás temblando... aunque pena no es exactamente lo que siento por ti. Mi sentimiento puede con todo eso, ya sabes, la amenaza es la semilla y la piedra solamente es el primer brote... ¿Quieres ver la planta crecer... Juan...? ”

El móvil cayó y chocó contra el bordillo de la acera, Juan echó a correr por la calle Barbieri. El portero le veía alejarse pensando que sería un chalado más de la noche del ambiente.
Juan buscaba a la persona que le había dicho aquello, pero no con los ojos, si no con la mente, corría por la calle desesperado, dejando caer varias lágrimas. No pensaba en ninguno de sus amigos, ni siquiera en Jesús, solo quería encontrar un rostro que desconocía.
La oscuridad de la noche reinaba en las calles más alejadas del centro. Coches aparcados y varias farolas fundidas le daban la bienvenida según iba torciendo esquinas.
En su carrera desesperada, pensaba en lo que estaba haciendo y en lo que podía pasar, hasta que al girar la calle Regueros, esquina con Fernando VI, un golpe secó le frenó fríamente, haciéndole caer sin conocimiento contra el suelo.

Jesús estaba preocupado por Juan. Entre la lujuria y el desenfreno de la discoteca nadie más parecía estarlo. Pero Jesús no pudo más y salió a ver donde se había metido.
En la puerta, aquel gorila con un gesto severo le puso el brazo en la cara, preguntándole si iba a volver a entrar. Le dijo que si y acto seguido bajo aquel brazo que ocupaba prácticamente la mitad del cuerpo de Jesús y salió a la calle.
Los ojos se clavaron en el móvil roto de Juan nada más pisar la acera. Se temió lo peor y de nuevo la idea de las amenazas volvió a su cabeza.
Jesús se giró hacia el portero y quiso preguntarle si había visto lo que había pasado, pero no le dejó terminar la frase:

“Tu amigo me ha mirado raro, ha soltado el móvil de pronto y ha salido corriendo en aquella dirección, torciendo por Augusto Figueroa”.
Jesús sabía que necesitaba la ayuda de los demás, por eso llamó a Raúl para que les dijera a todos que salieran con él a buscar a Juan.
Miguel empezó en ese momento a sentir el miedo que semanas anteriores habían experimentado el resto del grupo. Se acabaron las gracias y los chistes, la adrenalina se transformó en histeria y la música de moda pasó a ser un bullicio de gente en la lejanía.
El portero miraba al cielo, mientras pensaba en que estaría pensando al dejar entrar a ese tipo de gente y comenzó a observar las caras de los chicos, para asegurarse de no dejarles pasar más.

Se organizaron por grupos, Raúl, Noel y Jesús giraron a la izquierda de aquella calle, hacia Las Infantas y el resto se marchó en dirección contraria, cada uno por un lado directos a la plaza de Chueca.
Mientras corría, Jesús llevaba en la mano el móvil de Juan, roto, pero de una pieza. No hacía más que pensar en lo que le pudiera haber pasado.
Noél gritaba su nombre desesperadamente y Raúl se limitaba a correr en silencio sin dejar de mirar a izquierda y derecha.
La imagen de Milagros se reproducía en la cabeza de Jesús, triste, desesperada, angustiada... presa de la ignorancia y el desconocimiento. Habían pasado de unas piedras, a una desaparición.
Las calles se agotaban a su paso, las grandes avenidas del centro como Gran Vía y Alcalá se iban disfrazando de estrechez y precariedad. Recorrieron varias manzanas, todo estaba peinado.
El teléfono de Jesús comenzó a sonar, provocándole una taquicardia. Era Iñigo, diciéndole que no había conseguido encontrar nada de nada en todo el barrio de Chueca. El resto de los chicos seguían buscando cada uno por una calle distinta sin salirse demasiado de los alrededores de la calle de la discoteca.
En la cabeza de Jesús, se representaba la escena de la madre de Juan enterándose de su desaparición... era algo que no podía soportar, esa mujer era demasiado buena como para sufrir por una cosa así. Al igual que la bondad y la alegría de Juan, no se merecían un revés de ese calibre.

A las 09:30 de la mañana, el sargento Lerma de la Policía Nacional tomaba declaración a Miguel, mientras los demás esperaban en la sala de espera de la comisaría. Solo faltaba Daniel por declarar, todos habían estado sentados delante de aquel hombre, presos del pánico y los nervios.
Ese hombre les miraba con ojos de incredulidad y sospecha, aún así anotaba absolutamente todo lo que le comentaban.
Le pusieron al corriente de lo acontecido con los mensajes en las piedras, aunque no pudieron reportarle en ese momento las hojas que contenían los mensajes.
En aquella sala de espera, las uñas se convirtieron en las víctimas de Jesús, llegándole a hacer sangre de tanto mordérselas. Miguel, de vez en cuando se giraba para mirar a los demás a través del cristal del despacho del sargento Lerma con una mirada que reflejaba dudas y preocupación.
En la comisaría, todos estaban abatidos, mientras eran observados por el resto de los policías que estaban por allí, como si fueran vulgares ladrones.
La declaración de Miguel se alargó más que la de los demás, ya que le preguntaron muchas más cosas, al no estar presente en el episodio de las piedras. Sobre las 10:15 de la mañana, salieron muy abatidos de la comisaría de Retiro, en la calle Huertas, sobre todo Jesús, ya que era su novio el que estaba desaparecido.


“No te preocupes Juan, no acabarás como en las películas americanas, metido en un armario ahogado en tu propia sangre, ni nada de eso. Solamente eres el primer trofeo del jueguecito que comencé cuando entró la primera piedra en casa de tu querido novio.
La raíz ya es fuerte Juan, el tallo va creciendo y tú... tú eres la primera hoja”.

martes, 25 de enero de 2011

CAPITULO 4

FALSA TREGUA

Con una taza de café con leche que había ofrecido la madre de Juan a Jesús, la cabeza de este volaba por aquel salón intentando buscar respuestas.
Delante de Jesús, los ojos de Daniel se clavaban en su taza como si quisiera traspasarla. Al lado de Jesús, Juan le rozaba con su hombro, mientras soltaba pequeños suspiros vacíos y tristes. Sin embargo, Raúl permanecía de pié, inmóvil, apagado, frente a la ventana rota del salón.
Milagros recogió el último montón de cristales muy callada, pero en su rostro no se dibujaba la ira ni el enfado, se podía apreciar la angustia contenida y la asfixiante preocupación de una madre.
Juan tenía mucha suerte con su familia, sobre todo con su madre. Milagros siempre tenía una sonrisa para los amigos de su hijo y para todo el mundo. Su tarjeta de presentación siempre iba detrás de una tacita con un café con leche, nunca dejaba a nadie decir que no.
Esa noche su bondad continuaba, pero teñida de miedo y tristeza. De vez en cuando miraba a su hijo como si le hiciera preguntas en silencio y Juan, sufría al ver a su madre aguantando el pánico.

Entró la madrugada y seguían en Fuenlabrada, bajo la hospitalidad de aquella mujer. Las cuatro notas presidían la mesa del salón, amenazándoles cada vez que las leían. El único que no hablaba era Daniel, que seguía en la misma postura hacía ya varias horas.
La relación de todo lo que estaba escrito estaba muy clara, Juan y Jesús eran el eje principal de la amenaza y los demás, piezas que sobraban.
De repente, la voz de Daniel cortó el alubión de conclusiones que vertían sobre la mesa.
“Una máquina de escribir...”
Todos giraron la cabeza, ya que su tono superó con creces al de los demás y de nuevo el silencio comenzó a sentirse.
Daniel se levantó de aquella silla y se dirigió a la mesa. Les miró a todos, incluso a la asustada madre de Juan y con voz firme, mientras señalaba las notas dijo:
“Se usó una máquina de escribir... ¿Quién tiene hoy en día una máquina de escribir?”.

A las 06:30 de la madrugada Jesús entraba por la puerta de su casa, le pidió al taxista que le dejara dos manzanas antes de llegar a su calle porque el dinero no le llegaba. En ese paseo el sueño y lo que dejaba atrás le acompañaban y no le querían dejar solo.
La acera lucia un color oscuro por el agua de las mangueras que usaban los operarios del ayuntamiento para limpiar las calles, algún cierre rugía mientras era levantado, bares, panaderías y algún supermercado notaban ya el movimiento de sus empleados colocando el género y Jesús caminaba siendo testigo de todo aquello, observando la normalidad que le rodeaba y que a él le faltaba.

Era el segundo día que no iba al concesionario, la supuesta gripe de Jesús había empeorado a oídos de Mariano, su jefe y sus compañeros le preguntaban por su estado, en forma de mensaje de texto.
La más interesada era Luna, compañera, amiga y vecina del barrio. Luna se sentaba dos mesas por detrás de Jesús, era una gran persona y una comercial excelente, mucho mejor que él. A ella le gustaba su trabajo, todo lo contrario que a Jesús.
Era capaz de venderle una mono-volumen de ocho plazas a un chaval de dieciocho años con el carné aún calentito en el bolsillo.

A las 10:00 de la mañana, Juan llamó a Jesús, le contó que el cristalero iría por la tarde a tomar medidas y el perito del seguro al día siguiente. Quería verle, no había dormido nada, al igual que Jesús, y le preguntó si alguna piedra intrusa había entrado de nuevo en su casa.
Las ganas de proteger a Juan superaban a Jesús y la impotencia de no poder hacer nada le destrozaba por dentro. Sabía que en un breve espacio de tiempo, otro aviso entraría de alguna forma en sus vidas.

Aquella madrugada del viernes había sido la última vez que fueron amenazados, la tranquilidad y los cristales volvían a su lugar. Pasaban cinco días del ataque y la rutina de Jesús en el concesionario le saludaba junto al sonido del despertador.
Raúl, al estar sin trabajo, era el único que buscaba tiempo para intentar averiguar cualquier cosa de las amenazas. Internet y su destreza, eran dos armas con las que se ayudaba para conseguir respuestas.
En cambio Daniel, aunque su horario asfixiante en el hospital se lo hubiera permitido, no hubiera intentado sacar nada en claro de aquel tema.
No les llegaba el dinero a fin de mes, el sueldo como enfermero de Dani era más bien bajo y el paro que cobraba Raúl era para echarse a llorar.
Para la desgracia de los dos, el tercer compañero de piso, Víctor, la mitad de los meses fallaba en el pago del alquiler, alegando siempre excusas difíciles de creer.
Esa falta de economía dificultaba la búsqueda de ayuda, porque les impedía contratar los servicios de algún profesional capacitado para ayudarles a buscar pruebas.

Víctor volvió de Cornellá al llegar el fin de semana y se encontró con la historia que hacía ya más de una semana que había pasado.
Lejos de preocuparse por el tema, lo único que comentó era que se negaba a pagar su parte por el cristal roto, ya que él no estaba cuando sucedió todo.
La vergüenza ajena que sentían todos hacía esa persona se reflejaba en sus caras, era más que evidente y no la podían disimular.
El sábado por la mañana, hubo una reunión en casa de Raúl, Daniel y Víctor para analizar toda la información que tenían.
Juan apuntaba la opción que había citado Dani aquella noche, la máquina de escribir, mientras que Raúl sacaba información de una carpeta facilitada por varias páginas Web.
En esos folios, se hablaba de los aspectos psicológicos de gente perturbada, violenta o con trastornos de la personalidad. Tenía casos reales de gente que había sufrido amenazas continuas y de qué manera los habían resuelto.
Incluso les enseñó un estudio que se realizó en el año 2002 sobre la gente que conservaba una máquina de escribir en casa y demás aparatos que estaban destinados al desuso.
Todos se quedaron muy sorprendidos con la información de Raúl, algunas cosas eran interesantes, pero no les servían para nada y otras simplemente les orientaban a encaminar sus propias sospechas.
Aquel estudio sobre los aparatos pocos usados reflejaba un claro descenso de la gente que manejaba una máquina de escribir. Tan solo un 2% de los españoles conservaba una, concretamente en Madrid, se reducía el porcentaje considerablemente.        

La verdad es que Raúl se dejó la vista frente al ordenador, aunque de una forma u otra, lo que tenían era sinónimo de “nada”.
Víctor no salió de su cuarto en toda la mañana, solamente el olor de los pollos asados que encargaron para comer le hizo reaccionar y unirse en el salón con los demás.
Juan miraba con respeto el nuevo cristal que tuvieron que pagar Raúl y Daniel y pensaba en todo el miedo acumulado y sin resolver que se almacenaba en aquella sala. Por debajo de la mesa, su mano apretaba fuerte la de Jesús, dejándole notar el sudor frío que de ella se desprendía.
Entre alitas de pollo y papeles, Víctor no paró en toda la comida de burlarse de la situación, para él era ridícula tanta preocupación por unas piedras, según él, de algún niñato del barrio.
Los demás, en silencio, no podían enfocar la clave de todo lo que había pasado.

CAPITULO 3

EL QUE TIRA LA PRIMERA PIEDRA

Habían pasado varios días tras esa fiesta y la rutina cogía las riendas de la vida de Jesús. Juan iba a su casa a menudo para recordarle lo bonita que es la vida, pero se le olvidaba en cuanto se marchaba.
El trabajo de Jesús en el concesionario vendiendo coches llegaba a aburrirle de una manera realmente aplastante y el calor de aquel verano le robaba su dinamismo y entusiasmo por hacer cosas nuevas.
Cuando Jesús se veía en el reflejo del cristal de la puerta de su salón, aplastado en el sofá, con su taza helada y delante del televisor, se sentía un perdedor, una persona sin ilusiones que a lo único que aspiraba en la vida era nada más que a lo que reflejaba aquel cristal.
Una noche, días antes de atravesar el ecuador del mes, en la misma postura que anteriormente citaba, Jesús escuchó el estruendo de unos cristales rompiéndose  en el interior de su casa y a continuación el sonido de un golpe seco. Su reacción fue apagar el televisor, respirar profundamente e incorporarse del sofá lentamente. Buscó con cuidado unas tijeras en su salón y decidió salir al pasillo muerto de miedo. Su taquicardia y él fueron encendiendo todas las luces que se les ponían por delante, llegando al fondo del pasillo, donde se encontraba el baño.
Nadie... en la casa parecía que no hubiera absolutamente nadie, pero en la habitación de sus padres, unos cristales en el suelo le hicieron levantar la mirada y comprobar, que la ventana de aquella habitación, estaba rota.
Junto a los cristales, había una piedra de gran tamaño con una especie de papel pegado a ella. Aún con el miedo en el cuerpo Jesús se agachó a recogerla muy extrañado. Varias vueltas de cinta aislante transparente sujetaban un sobre blanco a la piedra.
Aprovechando que las tijeras estaban en su mano, cortó la cinta y consiguió separar el sobre. Sin quitar la mirada de la ventana se incorporó para abrirlo, y al dar un paso atrás, se clavó un pequeño trozo de cristal en el pie. Con el susto, ni siquiera se dio cuenta que estaba descalzo.
La mente de Jesús no hacía más que dar vueltas, el sobre que tenía en la mano se mostraba ante él amenazante y siniestro... ni siquiera la sangre que iba dejando su pie le hacían apartar la vista de él.
Ya en el salón decidió abrirlo, con mucha precaución, sacando un papel escrito a máquina.
El gesto de su cara cambió, de la curiosidad al auténtico pavor, la hoja empezó a temblar junto a sus manos y dos lágrimas golpearon el papel con fuerza, resbalando hasta llegar al suelo. En ese momento, sin darse cuenta, la rutina y la tranquilidad de Jesús finalizaban con estas palabras:

“TRIBUNALES DE JUSTICIA ACUDEN A LA FUENTE LABRADA, JUNTO A LA VENTA DE TOROS.
EL VALLE DEL KAS ABRE PASO A CASTILLA Y SU PLAZA PARA QUE PILAR VUELVA A SU BARRIO Y ASÍ SUS PIES PODER LAVAR”.
LA PRIMERA PIEDRA NO LA HE TIRADO YO, PERO TODAS LAS DEMÁS YA ESTÁN EN MI PODER”.

El teléfono sonó en casa de Juan esa noche, la llamada de Jesús parecía eterna hasta que escuchó su voz. Las lágrimas ahogaban las palabras de Jesús y Juan no entendía nada de lo que le estaba diciendo. Jesús intentó calmarse, con la hoja aún en la mano y comenzó a explicarle todo lo que le había ocurrido. El silencio se hizo patente por primera vez en esa conversación cuando leyó de nuevo en voz alta la nota que se encontró en el interior del sobre.
Juan se preguntaba si sería una broma, un acertijo o lo que sea de algún vecino aún más aburrido que Jesús y con ganas de asustar.
Pero según iba leyendo una y otra vez aquella hoja, se daba cuenta que no era una broma de alguien del barrio, si no una amenaza en toda regla.

A la mañana siguiente, debido al comportamiento de Miguel en los últimos días, Jesús decidió llamar a Raúl, el cual le daba más confianza para contarle lo que le había pasado.
Raúl, al igual que Juan, provocó un silencio provocando a Jesús el doble de nervios de los que ya tenía. “Raúl... RAÚL CONTESTA POR FAVOR...”
Entonces una tímida voz que apenas reconoció  le dijo: “¿tu sobre era blanco...?”.
Aquella voz lejana y confusa de Raúl aterrorizó a Jesús, cuando él siempre se tomaba todo a broma y burla. Le explicó como ocurrió todo, pero volvió a obtener como respuesta más silencio.
Las lágrimas volvieron a asomarse por los ojos de Jesús, haciéndole temblar la voz y provocando una suave respuesta de Raúl: “yo aún sigo recogiendo cristales del suelo...”

Las 12:00 de la mañana era la hora en la que esperaba Raúl a Jesús en Ventas, el barrio donde él vivía. Compartía piso con Daniel y con Víctor. Siempre han querido echar de la casa a Víctor y meter a alguien con el que se pudiera convivir, pero, este era amigo de la casera, dueña del piso.
Según salía del Metro, la cara de Raúl hablaba por si sola, estaba apoyado en la estatua de un torero mirando al suelo, sin arreglar y jugando con uno de sus anillos sin parar.
Al llamarle Jesús, alzó la cabeza y le miró fijamente con un gesto de tristeza y angustia, Su rostro estaba lleno de preguntas y sus ojos enrojecidos parecían pedir ayuda. Jesús se acercó a saludarle y sin poder articular palabra, Raúl le dijo: “He conseguido descifrar parte de la nota, pero Daniel quiere llamar a la policía”.
Ya en su casa, Jesús comprobó el estado de la puerta de su terraza, solo quedaba el aluminio, una piedra parecida a la que entró en la habitación de sus padres estaba encima de la mesa aún con restos de cinta aislante. Un recogedor lleno de cristales reposaba en una esquina del salón y encima del sofá un sobre blanco abierto idéntico al que encontró Jesús en su casa.
Raúl le explicó que en el momento del impacto, estaban acostados y que salieron corriendo para ver que había pasado. Víctor llevaba un par de días fuera de Madrid, se había marchado a Cornellá, su tierra natal.
Jesús avanzó por la casa hasta llegar al dormitorio de Daniel, el cual estaba sentado en la cama con las piernas cruzadas y la cabeza agachada. Al oír unos pasos aproximarse a él, se sacó un papel del bolsillo, extendió su mano y se la dio a Jesús, sin ni siquiera alzar la mirada. Era la famosa nota que mencionaba Raúl.
Inmediatamente sacó Jesús la suya del bolsillo derecho de su pantalón y las juntó en el escritorio de Daniel. Raúl miraba por encima del hombro de Jesús, notaba su respiración en su cuello, en cambio Dani, no levantaba la cabeza.
La curiosidad llevó a Jesús a la sorpresa cuando comprobó que en la nota que entró destrozando la puerta de la casa de Raúl no ponía lo mismo que en la suya:

LA UNIÓN QUE NUNCA TUVO QUE SER ESTÁ LIGADA A LA EXTINCIÓN, NI LA JUSTICIA DEL TRIBUNAL NI LA FUENTE LABRADA ALZARAN JAMÁS SU VICTORIA”.
“PARA MI DOS SI SON MULTITUD, COMO DOS SON YA LAS PIEDRAS QUE MARCARAN EL FUTURO DE TODOS VOSOTROS”.




Raúl explicaba a Jesús lo que sacaba en claro de todo esto. Juntando las dos notas comprobaron que algunas palabras se repetían, como “la justicia del tribunal” o “fuente labrada”.
Llegaron a la conclusión que era una amenaza directamente para Jesús y para Juan, ya que Jesús vivía en Tribunal y Juan en Fuenlabrada.
Sin embargo, pensaban que para los demás también soltaron amenazas, porque consiguieron descifrar el nombre de los barrios de algunos de ellos.

Alrededor de las 14:00, Juan llamó al timbre de la casa de Raúl y Daniel, habían quedado para comer los cuatro e intentar averiguar más sobre esas notas.
Juan vino muy intranquilo, pensando que les podían hacer daño y el afán de Jesús era calmarle para que sus nervios no le hicieran caer enfermo. Todos hablaban del tema, pero Jesús estaba completamente ausente en aquella comida, ni siquiera el corte del pie le hacía desconectar de esa profunda ausencia.
Sobre la mesa del salón y junto a la piedra que entró con a la segunda nota, extendieron las dos hojas. Cuatro cerebros en ese momento no paraban de hacer horas extra, buscando el significado de lo que estaba escrito, pero solo dos preguntas rondaban en la cabeza de Jesús... ¿Por qué en la nota de su casa la amenaza parecía colectiva? ¿Y por qué en la que había en casa de Raúl, claramente era para Juan y para él mismo?...

Aquel día la tarde voló. A través de la puerta sin cristal, la plaza de toros se iluminaba, como si se jactara de la poca luz que les envolvía.
La mano de Juan apretaba la de Jesús con más fuerza según avanzaba la oscuridad y las miradas se clavaban en la piedra que presidía la mesa del salón.
Decidieron en ese momento apartar el tema por esa noche, porque la histeria colectiva no era buena para ninguno de ellos, así que llamaron a un restaurante de comida rápida para ver si una buena cena y una comedia divertida servían para aplacar los nervios.
Daniel era el que más callado estaba, sin duda parecía el más afectado, así que casi todas las conversaciones, tenían que ver con él, para hacerle participar de la charla y hacerle olvidar todo de una manera más rápida.
Tardaba la comida en llegar, y eso alimentaba la intranquilidad de los chicos. La película ya estaba elegida, la típica con un humor absurdo y subreal.
La plaza de toros seguía alzándose delante de la casa de Raúl como si desafiara al miedo, ignorando que su majestuosidad provocaba el miedo en sus pupilas.
Mientras intentaban buscar información en el ordenador de Daniel sobre la película que iban a ver, el móvil de Juan sonó.
La melodía del teléfono se convirtió en el único sonido que se oía en la casa. El susto y los nervios les enmudecieron a todos.
Juan contestó el móvil y en pocos segundos su rostro cambió, se giró hacía Jesús con los ojos vidriosos y dijo: “ahora mismo voy para allá”.
Mientras dejaba caer el teléfono contra la mesa, el timbre de la calle sonaba, era el repartidor de la comida, pero nadie acudió a contestar, lo único que querían saber era lo que Juan estaba a punto de contarles.
Entonces se acercó a la mesa, cogió la piedra y dijo:
“En mi casa han entrado dos como esta...”

Por las escaleras del piso de Raúl y Daniel se cruzaron con el repartidor de la comida, alguien debió abrirle la puerta. Iban tan rápido que por poco le tiran al suelo. Juan lloraba mientras corría y Jesús se moría de dolor al verle así.
El coche de Raúl era la vía más rápida para llegar a Fuenlabrada, así que una vez montados los cuatro, el acelerador tomó la palabra.
Nunca les había parecido tanta la distancia que separaba el centro de Madrid con Fuenlabrada, por muy rápido que fueran. Atrás, entre los brazos de Jesús, se podían distinguir los sollozos de Juan y en el asiento del copiloto Daniel tenía la mirada perdida en el salpicadero del coche.
El destino de aquel grupo se colocaba ante sus ojos, la visión de la plaza de toros se cambió por calles nuevas, sin nadie paseando por ellas.
Dieron pocas vueltas para aparcar, así que en poco espacio de tiempo, volvían a correr para llegar al portal de Juan. Vivía en un gran bloque de viviendas, con jardines y piscina, concretamente en un primer piso.
El ascensor no era opción para subir, ya que de cuatro zancadas, Juan se plantó como una bala delante de la puerta de su casa. Los demás aguardaron en la escalera muy nerviosos, hasta que él entró en su casa.
No pasaron más de cinco minutos cuando salió con dos papeles en la mano, en ellos ponía:

“NI TU, NI ÉL, NI NADIE, SOLO YO. PARECE QUE LO ESTAIS EMPEZANDO A ENTENDER”.

“ES FÁCIL CULTIVAR MIEDO, LA AMENAZA ES LA SEMILLA, PERO LA PIEDRA SOLAMENTE ES EL PRIMER BROTE”.