domingo, 30 de enero de 2011

CAPITULO 5

JUAN


El mes de Julio de aquel año estaba resultando realmente catastrófico y subreal. Habían perdido toda esperanza de encontrar respuestas a lo sucedido.

Aunque para casi todos, las discotecas últimamente no eran una opción para divertirse, decidieron juntarse un sábado por la noche.
Metidos en el garito, los cubatas iban y venían por toda la sala y la música apagaba el más oscuro pensamiento.
Realmente pensaban que fue un acierto salir de marcha esa noche, porque lograron olvidarse de todo lo que había pasado.
Raúl volvía a recuperar la gracia junto a Noel, e Iñigo volvía a convertirse en el blanco de todas sus burlas.
Daniel, algo bebido, parecía que quería bailar, dando torpes pasos por toda la pista, en un intento de sincronización imposible en él.
Juan y Jesús aprovechaban cada segundo de intimidad para besarse y regalarse miradas cómplices llenas de sentimiento.
Miguel, que había estado al margen de todos los hechos, no se atrevía a preguntar por el tema, al ver que todo el mundo se divertía sin ningún aparente miedo.
Los siete que estaban aquella noche, sentían por primera vez libertad y tranquilidad desde que la primera piedra entrara por la ventana de Jesús.

Era ya la tercera discoteca que pisaban en esa noche, la calle Barbieri y San Bartolomé se convirtieron en el centro neurálgico de la diversión. Le habían conseguido dar esquinazo al cansancio. Nadie miraba su reloj, las prisas se fueron a dormir solas y la música que sonaba cada vez era más buena.
En el mejor momento, Juan notó como su teléfono vibraba en el pantalón, le estaban llamando.
Habló con el chico de la puerta de la discoteca para dejarle salir un momento para hablar. Estaba extrañando, no conocía el número, pero aún así contestó. Al principio le pareció que se había cortado, pero una voz se dejó escuchar entrecortada.
Juan abrió los ojos como platos y miró al chico de seguridad del local, también se giró hacía atrás, como mucho miedo. Alguien le acababa de decir que estaba justo a su lado.

Enseguida de dio cuenta que era la continuación de las amenazas y que esta vez, él era el primero en recibirlas.

Juan le preguntó al portero si alguien estaba rondando por la calle de una manera sospechosa. Este le respondió que por allí cada fin de semana pasaban cientos de personas, algunas de ella muy raras.
El hombre tenía razón, el ambiente era a veces demasiado raro como para fijarse en alguien sospechoso o diferente.
De nuevo se arrimó el móvil a la oreja y comprobó que la comunicación no se había cortado. Tragó saliva y frunciendo el ceño, gritó a su interlocutor que ni él ni nadie le harían pasar más miedo.
Escuchó una carcajada distorsionada como respuesta, dejándolo perplejo y desconcertado.
“Te estoy viendo Juan... que mono... fíjate, si estás temblando... aunque pena no es exactamente lo que siento por ti. Mi sentimiento puede con todo eso, ya sabes, la amenaza es la semilla y la piedra solamente es el primer brote... ¿Quieres ver la planta crecer... Juan...? ”

El móvil cayó y chocó contra el bordillo de la acera, Juan echó a correr por la calle Barbieri. El portero le veía alejarse pensando que sería un chalado más de la noche del ambiente.
Juan buscaba a la persona que le había dicho aquello, pero no con los ojos, si no con la mente, corría por la calle desesperado, dejando caer varias lágrimas. No pensaba en ninguno de sus amigos, ni siquiera en Jesús, solo quería encontrar un rostro que desconocía.
La oscuridad de la noche reinaba en las calles más alejadas del centro. Coches aparcados y varias farolas fundidas le daban la bienvenida según iba torciendo esquinas.
En su carrera desesperada, pensaba en lo que estaba haciendo y en lo que podía pasar, hasta que al girar la calle Regueros, esquina con Fernando VI, un golpe secó le frenó fríamente, haciéndole caer sin conocimiento contra el suelo.

Jesús estaba preocupado por Juan. Entre la lujuria y el desenfreno de la discoteca nadie más parecía estarlo. Pero Jesús no pudo más y salió a ver donde se había metido.
En la puerta, aquel gorila con un gesto severo le puso el brazo en la cara, preguntándole si iba a volver a entrar. Le dijo que si y acto seguido bajo aquel brazo que ocupaba prácticamente la mitad del cuerpo de Jesús y salió a la calle.
Los ojos se clavaron en el móvil roto de Juan nada más pisar la acera. Se temió lo peor y de nuevo la idea de las amenazas volvió a su cabeza.
Jesús se giró hacia el portero y quiso preguntarle si había visto lo que había pasado, pero no le dejó terminar la frase:

“Tu amigo me ha mirado raro, ha soltado el móvil de pronto y ha salido corriendo en aquella dirección, torciendo por Augusto Figueroa”.
Jesús sabía que necesitaba la ayuda de los demás, por eso llamó a Raúl para que les dijera a todos que salieran con él a buscar a Juan.
Miguel empezó en ese momento a sentir el miedo que semanas anteriores habían experimentado el resto del grupo. Se acabaron las gracias y los chistes, la adrenalina se transformó en histeria y la música de moda pasó a ser un bullicio de gente en la lejanía.
El portero miraba al cielo, mientras pensaba en que estaría pensando al dejar entrar a ese tipo de gente y comenzó a observar las caras de los chicos, para asegurarse de no dejarles pasar más.

Se organizaron por grupos, Raúl, Noel y Jesús giraron a la izquierda de aquella calle, hacia Las Infantas y el resto se marchó en dirección contraria, cada uno por un lado directos a la plaza de Chueca.
Mientras corría, Jesús llevaba en la mano el móvil de Juan, roto, pero de una pieza. No hacía más que pensar en lo que le pudiera haber pasado.
Noél gritaba su nombre desesperadamente y Raúl se limitaba a correr en silencio sin dejar de mirar a izquierda y derecha.
La imagen de Milagros se reproducía en la cabeza de Jesús, triste, desesperada, angustiada... presa de la ignorancia y el desconocimiento. Habían pasado de unas piedras, a una desaparición.
Las calles se agotaban a su paso, las grandes avenidas del centro como Gran Vía y Alcalá se iban disfrazando de estrechez y precariedad. Recorrieron varias manzanas, todo estaba peinado.
El teléfono de Jesús comenzó a sonar, provocándole una taquicardia. Era Iñigo, diciéndole que no había conseguido encontrar nada de nada en todo el barrio de Chueca. El resto de los chicos seguían buscando cada uno por una calle distinta sin salirse demasiado de los alrededores de la calle de la discoteca.
En la cabeza de Jesús, se representaba la escena de la madre de Juan enterándose de su desaparición... era algo que no podía soportar, esa mujer era demasiado buena como para sufrir por una cosa así. Al igual que la bondad y la alegría de Juan, no se merecían un revés de ese calibre.

A las 09:30 de la mañana, el sargento Lerma de la Policía Nacional tomaba declaración a Miguel, mientras los demás esperaban en la sala de espera de la comisaría. Solo faltaba Daniel por declarar, todos habían estado sentados delante de aquel hombre, presos del pánico y los nervios.
Ese hombre les miraba con ojos de incredulidad y sospecha, aún así anotaba absolutamente todo lo que le comentaban.
Le pusieron al corriente de lo acontecido con los mensajes en las piedras, aunque no pudieron reportarle en ese momento las hojas que contenían los mensajes.
En aquella sala de espera, las uñas se convirtieron en las víctimas de Jesús, llegándole a hacer sangre de tanto mordérselas. Miguel, de vez en cuando se giraba para mirar a los demás a través del cristal del despacho del sargento Lerma con una mirada que reflejaba dudas y preocupación.
En la comisaría, todos estaban abatidos, mientras eran observados por el resto de los policías que estaban por allí, como si fueran vulgares ladrones.
La declaración de Miguel se alargó más que la de los demás, ya que le preguntaron muchas más cosas, al no estar presente en el episodio de las piedras. Sobre las 10:15 de la mañana, salieron muy abatidos de la comisaría de Retiro, en la calle Huertas, sobre todo Jesús, ya que era su novio el que estaba desaparecido.


“No te preocupes Juan, no acabarás como en las películas americanas, metido en un armario ahogado en tu propia sangre, ni nada de eso. Solamente eres el primer trofeo del jueguecito que comencé cuando entró la primera piedra en casa de tu querido novio.
La raíz ya es fuerte Juan, el tallo va creciendo y tú... tú eres la primera hoja”.

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