martes, 25 de enero de 2011

CAPITULO 4

FALSA TREGUA

Con una taza de café con leche que había ofrecido la madre de Juan a Jesús, la cabeza de este volaba por aquel salón intentando buscar respuestas.
Delante de Jesús, los ojos de Daniel se clavaban en su taza como si quisiera traspasarla. Al lado de Jesús, Juan le rozaba con su hombro, mientras soltaba pequeños suspiros vacíos y tristes. Sin embargo, Raúl permanecía de pié, inmóvil, apagado, frente a la ventana rota del salón.
Milagros recogió el último montón de cristales muy callada, pero en su rostro no se dibujaba la ira ni el enfado, se podía apreciar la angustia contenida y la asfixiante preocupación de una madre.
Juan tenía mucha suerte con su familia, sobre todo con su madre. Milagros siempre tenía una sonrisa para los amigos de su hijo y para todo el mundo. Su tarjeta de presentación siempre iba detrás de una tacita con un café con leche, nunca dejaba a nadie decir que no.
Esa noche su bondad continuaba, pero teñida de miedo y tristeza. De vez en cuando miraba a su hijo como si le hiciera preguntas en silencio y Juan, sufría al ver a su madre aguantando el pánico.

Entró la madrugada y seguían en Fuenlabrada, bajo la hospitalidad de aquella mujer. Las cuatro notas presidían la mesa del salón, amenazándoles cada vez que las leían. El único que no hablaba era Daniel, que seguía en la misma postura hacía ya varias horas.
La relación de todo lo que estaba escrito estaba muy clara, Juan y Jesús eran el eje principal de la amenaza y los demás, piezas que sobraban.
De repente, la voz de Daniel cortó el alubión de conclusiones que vertían sobre la mesa.
“Una máquina de escribir...”
Todos giraron la cabeza, ya que su tono superó con creces al de los demás y de nuevo el silencio comenzó a sentirse.
Daniel se levantó de aquella silla y se dirigió a la mesa. Les miró a todos, incluso a la asustada madre de Juan y con voz firme, mientras señalaba las notas dijo:
“Se usó una máquina de escribir... ¿Quién tiene hoy en día una máquina de escribir?”.

A las 06:30 de la madrugada Jesús entraba por la puerta de su casa, le pidió al taxista que le dejara dos manzanas antes de llegar a su calle porque el dinero no le llegaba. En ese paseo el sueño y lo que dejaba atrás le acompañaban y no le querían dejar solo.
La acera lucia un color oscuro por el agua de las mangueras que usaban los operarios del ayuntamiento para limpiar las calles, algún cierre rugía mientras era levantado, bares, panaderías y algún supermercado notaban ya el movimiento de sus empleados colocando el género y Jesús caminaba siendo testigo de todo aquello, observando la normalidad que le rodeaba y que a él le faltaba.

Era el segundo día que no iba al concesionario, la supuesta gripe de Jesús había empeorado a oídos de Mariano, su jefe y sus compañeros le preguntaban por su estado, en forma de mensaje de texto.
La más interesada era Luna, compañera, amiga y vecina del barrio. Luna se sentaba dos mesas por detrás de Jesús, era una gran persona y una comercial excelente, mucho mejor que él. A ella le gustaba su trabajo, todo lo contrario que a Jesús.
Era capaz de venderle una mono-volumen de ocho plazas a un chaval de dieciocho años con el carné aún calentito en el bolsillo.

A las 10:00 de la mañana, Juan llamó a Jesús, le contó que el cristalero iría por la tarde a tomar medidas y el perito del seguro al día siguiente. Quería verle, no había dormido nada, al igual que Jesús, y le preguntó si alguna piedra intrusa había entrado de nuevo en su casa.
Las ganas de proteger a Juan superaban a Jesús y la impotencia de no poder hacer nada le destrozaba por dentro. Sabía que en un breve espacio de tiempo, otro aviso entraría de alguna forma en sus vidas.

Aquella madrugada del viernes había sido la última vez que fueron amenazados, la tranquilidad y los cristales volvían a su lugar. Pasaban cinco días del ataque y la rutina de Jesús en el concesionario le saludaba junto al sonido del despertador.
Raúl, al estar sin trabajo, era el único que buscaba tiempo para intentar averiguar cualquier cosa de las amenazas. Internet y su destreza, eran dos armas con las que se ayudaba para conseguir respuestas.
En cambio Daniel, aunque su horario asfixiante en el hospital se lo hubiera permitido, no hubiera intentado sacar nada en claro de aquel tema.
No les llegaba el dinero a fin de mes, el sueldo como enfermero de Dani era más bien bajo y el paro que cobraba Raúl era para echarse a llorar.
Para la desgracia de los dos, el tercer compañero de piso, Víctor, la mitad de los meses fallaba en el pago del alquiler, alegando siempre excusas difíciles de creer.
Esa falta de economía dificultaba la búsqueda de ayuda, porque les impedía contratar los servicios de algún profesional capacitado para ayudarles a buscar pruebas.

Víctor volvió de Cornellá al llegar el fin de semana y se encontró con la historia que hacía ya más de una semana que había pasado.
Lejos de preocuparse por el tema, lo único que comentó era que se negaba a pagar su parte por el cristal roto, ya que él no estaba cuando sucedió todo.
La vergüenza ajena que sentían todos hacía esa persona se reflejaba en sus caras, era más que evidente y no la podían disimular.
El sábado por la mañana, hubo una reunión en casa de Raúl, Daniel y Víctor para analizar toda la información que tenían.
Juan apuntaba la opción que había citado Dani aquella noche, la máquina de escribir, mientras que Raúl sacaba información de una carpeta facilitada por varias páginas Web.
En esos folios, se hablaba de los aspectos psicológicos de gente perturbada, violenta o con trastornos de la personalidad. Tenía casos reales de gente que había sufrido amenazas continuas y de qué manera los habían resuelto.
Incluso les enseñó un estudio que se realizó en el año 2002 sobre la gente que conservaba una máquina de escribir en casa y demás aparatos que estaban destinados al desuso.
Todos se quedaron muy sorprendidos con la información de Raúl, algunas cosas eran interesantes, pero no les servían para nada y otras simplemente les orientaban a encaminar sus propias sospechas.
Aquel estudio sobre los aparatos pocos usados reflejaba un claro descenso de la gente que manejaba una máquina de escribir. Tan solo un 2% de los españoles conservaba una, concretamente en Madrid, se reducía el porcentaje considerablemente.        

La verdad es que Raúl se dejó la vista frente al ordenador, aunque de una forma u otra, lo que tenían era sinónimo de “nada”.
Víctor no salió de su cuarto en toda la mañana, solamente el olor de los pollos asados que encargaron para comer le hizo reaccionar y unirse en el salón con los demás.
Juan miraba con respeto el nuevo cristal que tuvieron que pagar Raúl y Daniel y pensaba en todo el miedo acumulado y sin resolver que se almacenaba en aquella sala. Por debajo de la mesa, su mano apretaba fuerte la de Jesús, dejándole notar el sudor frío que de ella se desprendía.
Entre alitas de pollo y papeles, Víctor no paró en toda la comida de burlarse de la situación, para él era ridícula tanta preocupación por unas piedras, según él, de algún niñato del barrio.
Los demás, en silencio, no podían enfocar la clave de todo lo que había pasado.

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