sábado, 12 de febrero de 2011

CAPITULO 7

EL BENEFICIO DE LA DUDA

Metido en la más profunda oscuridad de una pequeña celda, Daniel pensaba en todos los problemas que se le venían encima.
Su mirada se clavaba en un pequeño lavabo, que algún día fue blanco, y en la letrina rota que reinaba en solitario en una de las esquinas de aquel antro.
De vez en cuando giraba la cabeza para observar al policía que estaba sentado delante de su celda y de la de otros tipos. La cara de aburrimiento del policía, delante del ordenador desesperaba a Daniel.

A pocos kilómetros de allí, el Hospital de La Paz acogía los nervios y preguntas de Milagros y de Jesús.
Daniel… no era posible, tenía que ser un error. Todos esperaban en la sala de espera en silencio, un silencio incómodo, ya que más de uno hubiera deseado gritar de rabia.
Noel pensaba en todo momento en la inocencia de su amigo, aunque no podía evitar hacer especulaciones.
Daniel estaba en la discoteca cuando Juan recibió la llamada, pero también era cierto que pudo haber realizado la llamada desde el baño de la discoteca y luego, cuando todos se separaron para buscarle, pudo haberle metido en algún coche de alguien que estuviera mezclado con todo este tema y aparentar como que había estado buscándole como todos los demás.
Todo era posible en ese momento, Noel pensaba que estaba traicionando en ese momento a su amigo Daniel, pero según la policía, las pruebas le acusaban directamente.
¿Cómo era posible que pagara aquel móvil con tarjeta? O no se había dado cuenta del error, o alguien premeditadamente intentaba inculpar de una manera rastrera y sucia a Daniel.

Jesús miraba a Juan un poco más calmado. Hacía ya unas horas que había entrado por urgencias, pero ya estaba en planta. Según el doctor, perdió la consciencia por un fuerte golpe en la cabeza, pero que le mantuvieron en ese estado con un poco de anestesia que le habían inyectado antes de avisar a la policía indicando el paradero de Juan. En cualquier momento se despertaría, quizás de esa manera, pudieran saber más de lo sucedido.
Noel no era el único que dudaba de Daniel, Jesús pensaba en esa inyección de anestesia que le comentó el doctor. Sabía que nadie tenía acceso a ningún sitio donde hubiera dicha sustancia, nadie, salvo Daniel, ya que trabajaba en un hospital como enfermero.
Muchas cosas cuadraban, pero en su corazón algo le decía que estaban dejando pistas falsas, una manera de distraer la atención de todos para volver a atacar por la espalda y sin avisar.

Alrededor de las 20:30 horas de aquel domingo, Juan comenzó a despertar. Estaba aturdido, miraba a su alrededor con los ojos entornados, aún el sueño le podía.
Pronto visualizó el rostro de su madre, que le cogió rápidamente de la mano mientras le acariciaba la cara.
Al otro lado de la cama estaba Jesús, ansioso por abrazarle y preguntarle si recordaba lo que le había pasado. Juan giró la cabeza y se encontró con los ojos vidriosos de su novio, a su lado. Sin duda la imagen que estaba contemplando era para él todo lo que le hacía falta en ese momento.
Milagros se arrodilló en aquella habitación al lado de su hijo y este le dijo:

“Mamá… se que me ha pasado algo… y quiero que me digas la verdad. Solo recuerdo la llamada que recibí en la discoteca, y también que salí en busca de la persona que me estaba llamando, a partir de ahí, estoy perdido mamá… que me ha pasado…”

La indignación y tristeza que sentía Milagros en ese momento crecía y se aliaba con la inmensa ira que le invadía el cuerpo. La imagen de su hijo postrado en una cama, con la cara amoratada después de toda una noche de secuestro le rasgaba el corazón hasta no poder soportar más el dolor.
Cogió aire, mientras miraba el vendaje en la cabeza de Juan y le contestó:

“Hijo, parece ser que habéis tenido al enemigo en casa, pero todo ya pasó. La policía le tiene en un calabozo a la espera de más pruebas y de tu testimonio.
Lo importante es que te despejes y cicatricen esos cortes para que nos vayamos a casa y olvidarnos de todo lo que ha pasado”.

Juan miraba con los ojos llenos de lágrimas a su madre. Por lo visto le habían pillado… ¿pero a quién?… ¿quién había sido capaz de todo aquello, de las piedras, de las amenazas, del secuestro? ¿Quién…?
No era capaz de preguntar por su agresor, tenía miedo de saber de quien se trataba, intuía en la cara de su madre y su novio que era alguien de su entorno, y esa sensación le provocó un miedo terrible.

Aquel policía insulso, gordo, tirando a obeso que estaba sentado delante de él se empezaba a quedar dormido. Le indignaba saber que para aquel tipo, solo era un vulgar ratero de poca monta que estaría fuera en cuestión de horas.
Daniel llevaba toda la tarde metido en la celda sin que nadie le diera una explicación o alguna novedad de lo que estaba pasando fuera.
Se imaginaba el rostro de Jesús, Noel, Iñigo, Miguel, etc. y lo que veía no le gustaba nada. El silencio se mezclaba con la molesta respiración de aquel orondo personaje que tenía delante de él.
Sobre las 22:00 horas, el sargento Lerma se aproximó a la celda y se apoyó en las rejas.
La mirada de Daniel era de asombro. Lerma recordaba que esa misma mañana ese chico estaba declarando en su comisaría, muerto de miedo y aparentando una auténtica preocupación por la desaparición de su amigo.
A Lerma no le sonaba nada bien este tema, sospechaba que algo no cuadraba. Las pruebas no mentían, pero aun así su instinto llevando años en el cuerpo de la policía le decía que estuviera muy atento con ese caso.
Daniel se levantó del colchón donde estaba sentado y se aproximó a las rejas. Miró fijamente a los ojos del sargento y le dijo.

“Veo en su mirada que sabe muy bien que yo no he hecho nada, que me están inculpando de todo para despistarles. ¿No lo ve? No consigo adivinar quien lo ha hecho sargento, pero lo único que sé es que ha conseguido que Juan esté en el hospital y yo metido en este calabozo”.

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